domingo, 17 de enero de 2010

Alfonso XII

El único rey español que se ha proclamado abiertamente liberal -antes incluso de subir al trono- fue el hijo de Isabel II que, de sostenida, mimada y hasta pervertida por los liberales de su época, pasó a ser destronada en la revolución de 1868. Era tal el hartazgo que aquellos hombres, generalmente uniformados, a menudo masones, casi siempre aventureros, tenían de la reina y su familia que uno de los más ilustres, Don Juan Prim, explicó en las Cortes su oposición a los borbones con sólo tres palabras: «Jamás, jamás, jamás».Pero sí, sí, sí...
De la milicia a Amadeo, de Amadeo a la República y al caos, y del caos a la milicia, el Sexenio Revolucionario (1868-1874) fue un alegato a favor de la Restauración. Faltaban aún tres cosas: un proyecto serio, una opinión pública dispuesta a olvidar la bochornosa experiencia isabelina y un rey español. Cánovas creó el proyecto y la opinión; y al rey, ya que no pudo engendrarlo, también lo creó políticamente.En la paternidad física, parece que se le adelantó uno de los amantes más apuestos de la reina castiza, don Enrique Puig Moltó. Lo ha mostrado Ricardo de la Cierva en uno de sus mejores libros: La otra vida de Alfonso XII, tan entretenido como silenciado.Nació alfonso el 28 de noviembre de 1857 y fue presentado en público, sobre la ritual bandeja de oro, mientras Narváez iba dejando paso a O4Donnell en el gobierno. Y llegó el rorro con acompañamiento popular de alegría y jolgorio. Si por falta de sucesión masculina en Fernando VII llevaban isabelinos y carlistas 20 años matándose, es muy comprensible la algazara.Alfonso llevó siempre con discreción y sufrimiento íntimo la mala fama de su madre y la no mejor de su padre oficial. Una, por escandalosa en su licenciosidad; el otro, por escandaloso en su inclinación sexual, que le hacía poco propicio y físicamente poco eficaz para la procreación. Ninguno dejó de fastidiar al vástago durante toda su vida.Cuando fue proclamado Príncipe de Asturias en Covadonga, la reina añadió a todos sus nombres el de Pelayo.

Acierto indudable, porque a los 11 años le tocó emprender la reconquista del trono español, perdido por Isabel II para siempre jamás, jamás, jamás.Entonces empezó de verdad su vida. En el amargo exilio del que ha nacido príncipe y se ve en la calle, fue educándose bajo la tutela de unos maestros que fueron también amigos. Entre ellos destaca el Duque de Sesto, sombra y apoyo durante toda su existencia. Liberal en sus ideas y en la utilización de su enorme fortuna, el duque estaba casado con una rusa hermosísima, Sofía Trubetzkoy, que pasaba por hija natural del zar y que compartía con su marido cosmopolitismo, liberalismo y entusiasmo monárquico (hubiera sido excesivo pedirles aversión al adulterio).Ambos desarrollaron la trama civil de la Restauración en la alta sociedad madrileña mientras Antonio Cánovas del Castillo dirigía la política y trataba esforzadamente de que no fuera estorbada o suplantada por la trama militar. No fueron los únicos pero sí decisivos.Alfonso estudió tres años en el Colegio Theresianum de Viena, para aprender lo germánico sin olvidar lo católico.

Después le eligieron la Academia Naval de Sandhurst, la mejor de Europa, para mejorar su inglés y acrecentar su amor al parlamentarismo británico, aunque en ella sólo pasó una temporada antes de volver a casa, o sea, a Palacio. Fue notable estudiante, precoz en lo político, valeroso y buen patriota. ¿Se puede pedir más a un hijo de Isabel II y nieto de Fernando VII? Cuando el general Martínez Campos, adelantándose y contrariando a Cánovas, se pronunció en Sagunto por Alfonso, éste hizo pública su identidad política, en forma de carta pública, con fecha de 1 de diciembre de 1874, aunque fuera más temprana su redacción.Ese texto, conocido por Manifiesto de Sandhurst y redactado cuidadosamente por Cánovas, dice entre otras cosas de sustancia: «Huérfana la nación ahora de todo derecho público e indefinidamente privada de sus libertades, natural es que vuelva los ojos a su acostumbrado derecho constitucional y a aquellas libres instituciones que ni en 1812 le impidieron defender su independencia ni acabar en 1840 otra empeñada guerra civil (...).

Sea la que quiera mi propia suerte, ni dejaré de ser buen español, ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal». Y firma: «Alfonso de Borbón».Cánovas, historiador de fuste, hacía al posible rey hijo de las cortes de Cádiz; de religión católica, como los carlistas que le hacían la guerra; y dispuesto a favorecer la modernización de España, que ya entonces llamaban regeneración. El primero que lo entendió así fue el generalísimo carlista don Ramón Cabrera, El Tigre del Maestraztgo, que brindó público apoyo en Londres al futuro rey. Estaba en el aire la necesidad de paz civil.Alfonso entró en España al comenzar el año 1875, por Barcelona, que le recibió entusiásticamente. Lo mismo pasó en Valencia, donde Martíenz Campos presumió lo suyo. Pero fue en Madrid, faltaría más, la apoteosis.Con sus 17 años flacos encaramados a un imponente corcel blanco, el rey adolescente apenas podía avanzar por la Castellana entre los vivas de la muchedumbre.

Y Borbón al fin, saltándose el protocolo, provocó una anécdota que sería fabulosa si no fuera simplemente cierta: viendo Alfonso a unas mozas muy bullangueras, que se ganaban la vida en el mercado de la Plaza de la Cebada, cedió a su instinto político y se acercó caracoleando para agradecerles sus vítores. «¡Más gritábamos cuando echamos a la puta de tu madre!», le explicó una moza enardecida. Por si no sabía el rey a qué atenerse.Puede decirse que la coronación popular de Alfonso XII terminó ahí, tras lo cual marchó inmediatamente a visitar al ejército que luchaba contra los carlistas, mietras Cánovas preparaba la Constitución más longeva de nuestra Historia.Pero su vida personal, como siempre en los reyes, marcó la trayectoria de la institución. Al visitar la primera línea de las tropas en la batalla de Lácar estuvo a punto de ser hecho prisionero. Escapó de milagro, como algún tiempo después a un atentado anarquista, pero su salud se la guardaba. Tuvo en 1876 un vómito de sangre que, si bien no trascendió fuera de su círculo íntimo, delataba una tuberculosis sorprendentemente inadvertida en la infancia, escondida en la adolescencia y que lo emplazaba fatalmente antes de cumplir los 20 años.

Se hacía urgente encontrarle novia y, por una vez, contrarió a Cánovas eligiendo a su guapa prima hermana Mercedes, hija de Luisa Fernanda y el Conde de Montpensier. Este era uno de los asesinos de Prim según el sumario instruido tras el crimen y Cánovas, como otros liberales, lo sabía.Varios se negaron a votar en las Cortes a la hija de un asesino como reina de España, aunque Mercedes nunca supo la razón. Isabel II, para romper el idilio, fue más lejos y le echó por delante a una belleza extraordinaria, la cantante de ópera Elena Sanz, a la que ya había mandado a visitarle -tal vez a iniciarle en el sexo- al colegio vienés.Cantando con Gayarre La Favorita -nombre que se le adjudicó-, Elena hechizó al Príncipe, que dejó a su primera contralto, Adelina Borghi, y le puso a Elena un piso junto a Palacio. La boda, tras el acuerdo de las cortes, se celebró pese a todo, con la poco lamentada ausencia de Isabel II.

Pero desde la ultratumba masónica, Prim se vengó: a los cinco meses moría de tifus, larvado como la tuberculosis de Alfonso, la reina Mercedes, que pasó inmediatamente al romancero popular.Alfonso le guardó luto... a su modo. Tuvo dos hijos con Elena Sanz y aceptó casarse con María Cristina de Austria, inteligente, devota, fría, celosa y, por fortuna, constitucional. El rey, aburrido en Palacio y enfebrecido por su enfermedad, comenzó una carrera contrarreloj para disfrutar de la vida que se le escapaba. No dormía, apenas comía y pasaba las noches de cama en cama. Tuvo aún tiempo para tener dos hijas legítimas y dejar a la reina embarazada de un niño, el futuro monarca Alfonso XIII.Vio asentarse el turno de partidos y quiso el destino que su último gobierno fuera de Cánovas, vuelto al poder en 1884. El 25 de noviembre de 1885, tras verle cumplir sus obligaciones hasta el último día, España perdió al rey más popular de su historia moderna. Le faltaban tres días para cumplir los 28 y llevaba tres años muriéndose. Tuvo el final romántico que merecía: muy español, muy liberal.

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