Juan Prim y Prats (Reus, 1814-Madrid, 1870) fue desde muy joven militante del Partido Progresista y obtuvo un acta de diputado a Cortes por Tarragona. Comenzó su carrera militar en el batallón de tiradores de Isabel II, intervino en las luchas políticas bien contra el regente Espartero o para combatir a los moderados.Perseguido, procesado y expatriado en diversos periodos, fue capitán general de Puerto Rico, desempeñó diversos cometidos en la guerra de Africa al mando de los voluntarios catalanes, expedicionario en México, recibió los títulos de conde Reus y de marqués de los Castillejos. Lideró la revolución que destronó a Isabel II, pero ejerció el poder al frente del Gobierno de manera dictatorial. Hizo proclamar a Amadeo de Saboya rey de España, y dos días antes de la llegada de aquel a Madrid fue mortalmente herido en la calle del Turco el 27 de diciembre de 1870.
Al anochecer de ese día, Prim salió del palacio de las Cortes en berlina acompañado por sus dos ayudantes. En el cruce de la calle del Turco con la de Alcalá, un carruaje de alquiler obstruía la salida, mientras que otro, en sentido contrario, obligó a detenerse el coche del primer ministro. Según confusas versiones, entre ocho y diez embozados corrieron hacia el coche y descargaron sus escopetas y trabucos a través de las ventanillas. Seis de los disparos impactaron en el cuerpo de Prim, aunque en un primer momento nadie se percató de la gravedad de su estado. Incluso subió por su propio pie las escaleras de su residencia en el palacio de Buenavista, donde fue atendido por médicos militares.Juan Prim falleció el 30 de diciembre sin que nunca se haya llegado a conocer el menor rastro de los autores directos o indirectos de un crimen que tuvo tan amplias repercusiones.
«Nadie ha poseído jamás como Prim el don de conmover y persuadir a las muchedumbres haciendo vibrar con el soplo de la elocuencia las fibras más delicadas del corazón», escribió José Coroleu en Memorias de un menestral de Barcelona. «Su oratoria era brillante y apasionada, sin ampulosidad ni amaneramiento, y tenía la sobriedad y el vigor tan propios de la raza catalana ». Estos ditirambos no impieron que un vespertino barcelonés titulado El Centralista publicara unos versos poco acordes: «¡Ay, ay, ay, chirivit, madura a la paella! ¡Ay, ay, ay, chirivit, en Prim será fregit!» O aquellos otros: «Cristina, Prim, Narváez i tots los moderats, dintre de la paella purgarán sos pecats »
Del impacto de la muerte de Prim se ocupa Nigel Townson, quien no sólo resalta sus dotes como estadista sino también su liderazgo sobre el Ejército. El general era la clave del arco revolucionario y durante bastante tiempo fue capaz de mantener una política conciliadora con las distintas fracciones.
Prim quería un estado fuerte en España en torno a una monarquía parlamentaria, y el historiador justifica su fuerte sentido de la autoridad y el orden público, que considera perfectamente compatibles con los principios liberales que abrazaba.
De no haberse producido el asesinato, es probable, según Townson, que las rivalidades internas entre los liberales no hubieran desembocado en ruptura, y que la monarquía amadeísta se habría escorado hacia la izquierda con Prim al frente del Gobierno, quizá turnándose con otro partido dinástico más conservador formado por los políticos y militares unionistas detrás de Serrano. Una monarquía de este tipo habría podido hacer frente con mayores garantías de éxito al boicoteo de la aristocracia. El propio Prim era un outsider de los medios madrileños, pero había ido ganándose la aceptación de la alta sociedad española y europea, en parte gracias a su carrera militar y en parte por un matrimonio muy bien planeado desde el punto de vista de su ascenso social.Su esposa tampoco era madrileña, ni española, sino mexicana pero cargada de dinero y con los buenos modales procedentes de una larga educación londinense y parisiense.
Lo probable, de acuerdo con las mismas especulaciones, es que el carlismo habría sido derrotado de forma más contundente y que el mundo católico conservador habría tenido que resignarse a una situación como la italiana, llegando finalmente -quizá décadas después, como en Italia- a un acuerdo entre la Iglesia y el Estado que incluiría el reconocimiento de la monarquía y el levantamiento de la excomunión contra los Saboya. En pleno proceso revolucionario, Prim representaba la autoridad del Estado y la unidad del Ejército. Su muerte sumió la revolución en el caos, que es justamente lo que sus enemigos habían predicho desde el principio y él estaba dispuesto a evitar.
De acuerdo con el análisis de Nigel Townson, lo peor que hizo Juan Prim a lo largo de toda su carrera política fue morirse, o dejarse matar, de forma tan inoportuna. «No es una humorada: en cierto modo, Prim se dejó matar. Habiendo recibido repetidos avisos de conspiraciones para asesinarlo, se negó a tomar las precauciones que le recomendaron sus amigos y consejeros. Una actitud que, esta vez, no respondía a una genialidad personal sino a la cultura propia de su época y grupo profesional. Como militar que había participado en varias guerras con audacia teatral, de la que había sabido sacar provecho profesional, Prim se jactaba de enfrentarse con el peligro físico y lo menospreciaba en exceso.Pero las maquinarias del atentado político son más frías, más indiferentes al valor personal que los ataques en el campo de batalla. Prim, que desde hacía tiempo era mucho más un político que un militar, adoptó ante el riesgo de un atentado la actitud de un militar, y de un militar de la era romántica. No entendió bien el nuevo mecanismo de poder en que se había metido. En un momento en que cometía ya pocos errores, cometió el más grave de su vida.»
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