Con esta descripción, está claro que su poder de seducción, así como el poder que alcanzó como gobernante, no radicaron en su aspecto físico sino en una inteligencia que ha sido calificada como superior, en una frondosa imaginación no exenta de sentido común y, como suele ocurrir con algunos personajes no muy dotados físicamente, un desborde de simpatía que alternaba con enojos que él mismo manejaba según necesidad; su personalidad despertaba la admiración, el amor y la devoción de quienes lo rodeaban; asimismo impresionaba a sus enemigos. Para colmo tenía una gran resistencia para el trabajo que, seguramente, fue una de las bases de sus grandes éxitos.
Una vez pasada su primera juventud – y bastante precozmente - en la que soportaba incluso una mala alimentación y escasas horas de sueño, comenzó a mostrar algunos signos de enfermedad.
Se ha dicho, basándose en varios ataques –alguno de ellos siendo muy joven – que terminaban en pérdida de conocimiento, que podría haber sido epiléptico. También se ha sugerido que una lúes podría explicar ciertos problemas urinarios que padeció durante el consulado (1802 –04), aunque posiblemente haya tenido sólo cálculos renales o vesicales.
Algunos historiadores sostienen que el padecimiento más serio de Napoleón fueron las cefaleas migrañosas que se intensificaban en situaciones de estrés; en 1796, mientras llevaba a cabo la campaña italiana, experimentó el primer ataque de este tipo. Sufría además de una dermatitis muy pruriginosa que se ha relacionado con estados de ansiedad.
Como consecuencia de una constipación crónica, antes de los treinta años ya padecía hemorroides y un prolapso rectal. En 1802, comenzó con fuertes y frecuentes cólicos abdominales que se interpretaron como cólicos biliares, pero por la historia posterior se ha sugerido que puede haber sido una úlcera gástrica; sus problemas abdominales se atribuyeron a los habituales desórdenes alimenticios en los que comía literalmente “cualquier cosa”.
Hasta aquí, un pobre hombre (si es que se puede decir esto de Napoleón) aquejado de múltiples síntomas que, aunque pueden hacer miserable cualquier existencia, no parecían comprometer su vida.
Pero a los treinta y seis años, un año después de ser coronado emperador, comenzó su debacle tanto física como mental. Ganaba peso de manera desmesurada y, en poco tiempo, la flacura extrema que lo caracterizaba dio paso a una obesidad desagradable gracias a la cual se rellenó su rostro, sus manos finas se volvieron regordetas y su abdomen chato se veía prominente; además, su piel se tornaba cada vez más suave y se insinuaba una incipiente calvicie.
Los que lo rodeaban notaron un profundo cambio en su carácter: había perdido la vivacidad y la capacidad para resolver asuntos, y se había vuelto más despótico. “El Emperador se ha vuelto loco y nos va a destruir a todos”, declaró uno de sus ministros. El cuerpo tampoco era el de antaño, había perdido su vitalidad, estaba lento y vacilante con solo cuarenta años. Sin embargo, no se ha llegado a un acuerdo con respecto a la enfermedad que convirtió a Napoleón en un ser irascible y descontrolado que, ahora, tomaba determinaciones guiado sólo por sus fantasías y que, además, había perdido sus contornos, transformándose en un ser pesado. Las viejas caricaturas del escuálido Napoleón fueron desplazadas por las imágenes del grueso y decrépito de los libros de historia.
Algunos historiadores de la medicina consideraron con fuerza el diagnóstico de mixedema mientras que otros declararon que el rostro del Emperador no es compatible con la cara abotagada del hipotiroidismo; los más arriesgados sugirieron que podía haber sido víctima de una rara enfermedad como el síndrome de Fröhlich, pero – tal como dice M. Biddiss – esta enfermedad es prácticamente incompatible con la capacidad para tener hijos. Con respecto a los episodios de convulsiones y pérdida de conocimiento, que aquejaron prematuramente a Napoleón, Biddiss pone en duda el diagnóstico de epilepsia mientras baraja la posibilidad de que tales crisis hayan correspondido a episodios de “migraña compleja” que, finalmente, podrían haber producido algún deterioro mental.
El 18 de junio de 1815, el ejército napoleónico perdió definitivamente la batalla de Waterloo. Hay quienes aseguran que Napoleón estuvo a un paso de vencer, pero la sorpresiva aparición de la caballería prusiana desbarató sus planes. Los historiadores médicos sostienen que a los cuarenta y seis años, prematuramente envejecido, sus luces de estratega habían menguado junto con su fuerza física. Parece ser que la cabalgata del día anterior lo llevó a un gran agotamiento y las dolorosas hemorroides lo sumieron en un insomnio pertinaz; se cree que se le administró opio para que descansara y pudiera conciliar el sueño. Al despertar, obnubilado, habría cometido errores, como el de salir en la búsqueda de los prusianos hacia el este cuando éstos se habían retirado hacia el norte. Le llevó demasiado tiempo estar en condiciones de direccionar los movimientos de su ejército perdiendo, de este modo, la posibilidad de atacar y triunfar en Waterloo. Alguien dijo que el “Napoleón joven” jamás hubiera desperdiciado una ocasión de victoria, pero el Napoleón de 1815 no era ya capaz de realizar el esfuerzo necesario para una gran empresa. Sin embargo, no fue fácil para Wellington derrotarlo; él mismo afirmó que había sido el asunto más desesperante en el que había estado, y “ninguna batalla me dio tanto trabajo y nunca estuve tan cerca de ser derrotado”. Cómo no pensar, entonces, que Waterloo se perdió, en parte, por la salud deteriorada del emperador.
A la derrota le siguió el exilio en la isla de Santa Elena, donde murió en mayo de 1821. Fueron años de frustración y malhumor; se hacía más que difícil manejar a un prisionero de tal envergadura. Los ingleses presentaban la isla como un centro de salud acorde para el estado de Napoleón, mientras sus amigos la llamaban la “isla del diablo” por el peligro que entrañaba; hasta el papa Pío VII – a quien Napoleón había perseguido - pidió por su liberación, porque la isla era un lugar perjudicial para su salud y “el pobre desterrado se está muriendo poco a poco”.
Se argumentaba que en Santa Elena existía una hepatitis infecciosa endémica que es dudoso que Napoleón haya padecido.
En sus últimos meses de vida, padeció reiteradas hematemesis; ¿tenía, Napoleón, várices esofágicas por una enfermedad crónica del hígado?. Es poco probable. Las informaciones postmortem indicaban más bien una úlcera maligna sangrante o una invasión gástrica por una neoplasia que justificaba las hemorragias y el hipo continuo del emperador. Su padre había muerto de un cáncer gástrico lo que hace aun más probable este diagnóstico. Perforación y peritonitis fueron la causa final de su muerte.
A pesar de las evidencias, mucho tiempo después, otro diagnóstico tomó la posta.
En su testamento, Napoleón había pedido que su cabeza fuera afeitada y que los cabellos fueran entregados a algunos amigos y seguidores. En 1960 causó gran revuelo el hallazgo de arsénico en sus cabellos, en cantidades considerables, creando a su alrededor la hipótesis de que podría haber sido envenenado lentamente, por alguno de sus enemigos, durante su estadía en Santa Elena Aunque la causa de muerte no se explica por el envenenamiento, siendo el arsénico un poderoso carcinógeno han especulado que podría estar relacionado con el origen de la neoplasia.
En el año 2002, la revista Science et vie confirmó que los cabellos de Napoleón estaban impregnados de arsénico; se cree que sus allegados usaron la sustancia para garantizar la conservación de los mismos, una práctica común en el siglo XIX..
Es posible que Waterloo se haya perdido por una concatenación de causas entre las que los historiadores cuentan el ejército napoleónico devastado por el tifus (fiebre tifoidea?), endémico en Rusia y Polonia, las hambrunas y el clima nada favorecedor para las campañas. Esta opinión es generalmente aceptada pero, a la luz de los acontecimientos referidos, los historiadores creen que Napoleón, con su fuerza física deteriorada y sus luces sin la luminosidad que le valió la admiración de sus amigos y, también, de sus detractores, es un eslabón de la cadena que explica la derrota del emperador la única vez que se enfrentó con las tropas británicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario